Cuando era
pequeña, mi padre viajaba con mucha frecuencia a la capital y en cada viaje me
traía un libro de regalo. Como esta situación se prolongó bastante tiempo,
logré hacerme con una colección de lo que ahora se llama ‘literatura juvenil’
que fue muy popular en aquellos años. Los títulos incluían clásicos como
Mujercitas que leí unas catorce veces, y bodrios como Chico Carlo de Juana de
Ibarborou que creo sin temor a equivocarme, contiene la mayor cantidad de
calamidades por página que le pueden ocurrir a un niño, excepción hecha
posiblemente de Marco en Corazón, otro bodrio de cuidado.
La cuestión es
que entre mis preferidas estaban, además de Mujercitas, El Ultimo Mohicano y el
Juramento de Davy Crockett, esta última
es una novela de aventuras de un héroe americano en la época de la
colonización del lejano oeste. De mas está decir que esto da una idea bastante
clara de por dónde van los tiros con respecto a mis gustos literarios. Van por
cualquier parte.
En una parte de
la susodicha novela, la mujer de Davy Crockett prepara un pastel de arándanos y
lo pone a enfriar en la ventana de la cabaña. La descripción del pastel era tan
buena que a mí se me hacía agua la boca. Me imaginaba esa tarta dulce y esos arándanos
jugosos y carnosos… Cabe aclarar aquí
que jamás en mi vida había visto un arándano ya que en mi pueblo no hay, así
que mi enfebrecida imaginación infantil hizo una cruza entre albaricoque y
melocotón y ahí tenía yo mis arándanos.
Se preguntarán porqué
no miré en un diccionario, en una enciclopedia, Internet estaba fuera de la
cuestión porque no existía. Yo que sé, quizás lo hice y la descripción no me
aclaró lo suficiente. La cuestión es que con el paso de los años volví a
encontrarme con los arándanos, metafóricamente hablando, claro, y descubrí que
son un tema recurrente en la literatura.
Encontré un
cuento infantil que se llama ‘Arándanos para sal’ que cuenta las andanzas de
dos madres, una humana y otra una osa, que salen a buscar arándanos con sus
respectivos retoños. No lo leí, ya estaba mayorcita para ese cuento, pero, por
obvias razones, espero que las madres no se hayan cruzado nunca sino mas que
cuento infantil, eso podría parecer una película estilo SAW, sobre todo si mamá
osa se mosqueaba. También leí un par de poemas, uno sobre los arándanos con
miel y hierbabuena que no hizo sino confirmar mi idea que los arándanos debían
ser algo delicioso, y otro que me gustó menos Arándanos y anís, pero me parece
que mas que la calidad del poema, fue la influencia del anís, que no me gusta
nada. Pues bien, estos dos poemas fueron los primeros de una larga lista de
obras de distinta procedencia y calidad literaria, cuyo eje central son los
arándanos: Poemas desde la habitación de los arándanos, una antología de poemas
de un grupo de escritores de New Hampshire (como pueden apreciar, no hay
solamente políticos en New Hampshire), Poesía de las islas de los arándanos,
escritos por un señor muy conocido en su casa a la hora de comer y dedicados a
unas islas que están en Estados Unidos, concretamente en el estado de Maine, y
donde evidentemente debe haber muchas plantas de arándano. ¡¡Vamos, que hasta
Robert Frost, Christina Rosetti y la mismísima Gertrude Stein escribieron loas
a los arándanos!!
Ante esta
profusión arandánica, me decía yo cómo era posible que, si anda por ahí tanta
crítica literaria, tanto ensayo sobre casi todo, desde los usos amorosos de la
posguerra hasta la estética y sus
herejías o la importancia de la cirugía de Belén Esteban en la sociedad
española del siglo XXI, a nadie se le había ocurrido escribir sobre la
influencia del arándano en la literatura universal, bueno, al menos en la
anglosajona. ¡Sería un éxito de ventas! Pues si nadie lo había pensado, ahí
tenía yo una oportunidad de pasar a la historia de la literatura. Ya me veía
firmando ejemplares en la Casa
del Libro y mi nombre en el catálogo de Amazon.
Andaba yo
compartiendo estas cavilaciones con mi amiga Nati que me miraba entre asombrada
y divertida cuando nos plantaron delante sendos gin tonics de esos que están de
moda ahora, con cosas dentro que le dan color a la ginebra y hasta le modifican
el sabor, el colmo de lo chic, que así somos nosotras. En nuestro caso había
unas buenas frambuesas que ella confundió con fresas, y unas cosas pequeñas y
azules.
- ¿Y esto? -
pregunté.
- Arándanos – me
contestó Nati muerta de risa.
- ¡No puede ser!
Los arándanos son como melocotones.
- ¿De dónde
sacaste eso? – me preguntó Nati entre carcajadas
- ¿Me vas a decir
que esas mierdecillas azules son arándanos?
- Si no quieres
no te lo digo, pero son arándanos.
No sé si ustedes
recordarán cómo se sintieron cuando se enteraron que los Reyes Magos son los
padres, que el Ratón Pérez no existe o que ese Santa Claus que aparecía todas
las Navidades era el tío José, pero les puedo asegurar que nada, nada puede
compararse a la desilusión, a ese vacío existencial, a esa sensación de que
algo o alguien ha traicionado tu buena fe, que ya nada volverá a ser igual, un
antes y un después en tu devenir vital, al comprobar que tus arándanos dulces,
jugosos, orgásmicos casi eran realmente nada mas que pelotitas azules como
cagaditas de conejo alienígena.
A mí los frutos del bosque, en general, me abren universos gustativos inabarcables. Y ¿para qué nos vamos a engañar? Más allá de los que puedan caber en un yogur con bífidus, no es que haya visto ni probado muchos más.
ResponderEliminarMe he divertido mucho leyéndolo Annie.
Gracias, Paula. Yo me divertí mucho escribiendo esta que es totalmente autobiográfico.
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