- Venga vamos, date
prisa. No, si al final me harás llegar tarde
- Ya voy abuelo. No
sé qué te pasa hoy que tienes tanta prisa.
- Hoy es 11 de
noviembre y tengo una cita muy importante.
El abuelo caminaba
embozado en su bufanda, la gorra bien calada, la cabeza baja, pensando en
tiempos que ya no volverán. El niño corría de un lado a otro, jugando con las
hojas que el caprichoso viento cambiaba de lugar sin ningún orden; tan pronto
corrían veloces a lo largo del paseo, como se arremolinaban en una esquina.
- Mira, aquel es el
banco -, dijo el abuelo. El niño, ajeno a todo, seguía jugando con el viento y
las hojas. Al llegar al viejo banco, el abuelo pasó su mano enguantada sobre él
y con una suave caricia le limpió de hojas secas. Luego, se sentó lentamente, para
no despertarle del letargo invernal.
- Abuelo, no te
quedes dormido - dijo el niño regañándole de antemano.
- No te preocupes -
contestó complaciente el abuelo.
Mientras el niño
corría y jugaba sin cesar, el abuelo agachó la cabeza y cerró los ojos.
Imágenes de un tiempo pasado acudieron a su mente: El parque era el mismo, pero
la luz del sol y el bullicio de los niños lo inundaban todo. El banco era el mismo,
pero la madera, ahora ajada y carcomida, se mostraba brillante y vigorosa. Del
césped, recién cortado, colgaban gotas de agua, que, con los rayos del sol,
dibujaban diminutos arco iris de brillantes colores. El aire estaba cargado de
aroma verde, fresco y penetrante. Y lo más importante, a su lado, sentada en
aquel banco, había una mujer. Una mujer que cubría su cabeza con un pañuelo,
que competía en colorido con los miles de flores que poblaban el parque. Su
rostro sereno, estaba marcado por el dolor y el cansancio. Hablaban
pausadamente. Sus palabras eran tiernas y sus gestos preñados de amor. A la
mujer le costaba alzar la voz y en su mirada, entre el cariño y la dulzura, se
escondía el fantasma de la muerte.
Unos meses después,
en otoño, un once de noviembre, sentados en el mismo banco en el que ahora se encontraba
él, mientras hablaban, la voz de la mujer se fue apagando lentamente, al tiempo
que su cuerpo se refugiaba entre los brazos del hombre. Él la miró resignado,
sabía que ese momento tenía que llegar y lloró en silencio.
Pasaron varias horas
hasta que su hijo, preocupado por su tardanza, les descubrió abrazados en aquel
banco del parque.
El abuelo no quería
desprenderse de ella. Al final accedió, a la vez que le prometía que muy pronto
volverían a estar juntos.
Hoy se cumple un año
de aquella despedida. Demasiado tiempo para estar separados. Un año vivido
solamente esperando el día en el que volverían a estar juntos, juntos para
siempre. Y ese día, por fin había llegado.
Al salir de casa, dijo
a sus hijos - Hoy me reuniré con vuestra madre - Sus hijos no le hicieron
demasiado caso – Abrígate bien, papá. ¿Llevas
la bufanda? ¿Y la gorra?
Él sabía que no le
creían, les dio un largo beso de despedida. Le costó mucho separarse de aquel
abrazo que con todas las fuerzas de un anciano le unía a su nuera. Una lágrima
recorrió sus mejillas. - No lo ves papá, abrígate, el frio ha hecho que se te
salten las lágrimas.
El viento frío, con
el orgullo del que se sabe invencible, se paseaba por el parque. Él, cada vez
lo notaba menos, algo tibio iba apoderándose de su cuerpo. Una ráfaga de aire
cálido, acompañado de unas hojas secas, se instaló en el banco, y un aroma a
césped recién cortado y a rosas llegó hasta sus sentidos.
Ya no sentía el frio,
ni el estrépito de los coches y la gente al pasar, estaba envuelto en una nube
cálida y apacible. En algún momento llegó a pensar que flotaba, que alguna
fuerza mágica le arrancaba del banco en el que estaba sentado y le transportaba
a lugares desconocidos para él.
La voz de su nieto le
hizo volver a la realidad – ¡Abuelo, no te duermas! -
- No te preocupes - contestó sin ningún
convencimiento. Y regresó a su éxtasis.
- Pues a mí me parece
que te estás durmiendo - Insistió el niño
El abuelo, en esta
ocasión, no le contestó, solamente abrió con esfuerzo los ojos y le miró cariñosamente.
- No te duermas-
insistía machaconamente el niño - no te duermas abuelo.
El abuelo abrió de
nuevo los ojos, unas lágrimas brotaron de ellos. Miró al niño con una especial ternura,
sintió un fuerte dolor por tener que dejarle. Por un momento dudó del camino a
tomar. El niño le asió por las solapas de la chaqueta y le zarandeaba mientras
le gritaba cada vez con más fuerza, - ¡Por favor, no te duermas abuelo! Otra
ráfaga de viento cargada de un inconfundible aroma a ella, disipó todas las
dudas. A pesar de la fuerza con que gritaba el niño, cada vez le oía más lejano,
hasta que el silencio lo invadió todo. Tan sólo veía un rostro borroso que le
gritaba y unas lágrimas que brotaban de sus infantiles y aterrados ojos.
El abuelo, acercó su
temblorosa mano a la cara del niño y con una leve caricia, se despidió de él. Una
sonrisa, de felicidad y tristeza, se dibujó en sus labios, a la vez que sus
ojos se cerraban lentamente. El rostro de su nieto fue la última imagen que vio
antes de dormirse para siempre.
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